No tuvo nunca una palabra más alta que otra. Nunca una mala palabra, un mal gesto, un desplante. Se ha ido como vivió, en silencio, sin molestar. Tantos ratos en el sofá, yo acariciandole la espalda y tocandole la orejas, él con su faz entremetida en mi bajovientre (que ya tenía que tener muchas ganas o poco olfato el puñetero). Aún recuerdo aquel día que nos conocimos y decidimos irnos a vivir juntos (bueno, lo decidi yo, le pregunté y como él asintió con la mirada y con un movimiento de nariz, pues eso, quien calla otorga). Fue un maravilloso ocioso toda su vida, en el mejor sentido de la palabra: si habia comida comía, si tenía agua bebía (prefería agua al vichy porque decía que el agua con gas le daba gases y estucaba las paredes). No era de mucho fumar ni de harto beber, se mantuvo vegetariano toda su vida. De nombre Federico y de apellido Belier, fue desde que nació hasta sus últimos momentos un conejo, un gran conejo que un buen día llegó a casa proveniente de una protectora de animales y que nos dejó horas antes de Navidad. ¿Tristeza?, quizás pero estoy más agradecido que triste, orgulloso que abatido, ilusionado que hastiado de haber compartido, de haber convivido, de haber recorrido parte de mi vida con Federico. Si existe el cielo de los conejos ya se quien se sienta al lado del Santo Conejo: Federico.
Un abrazo. Llama cuando llegues. Manolo